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3/31/2015

Cómo obtener la salvación




Santiago Villarreal Cuéllar

La niebla cubría la verde sabana que rodeaba la casona, aquella mañana del viernes santo de 1968; don Enrique Mota Correa salió hasta la pesebrera, donde su yegua baya esperaba; del hocico del animal salía el vapor de cada respiración; con la agilidad que lo caracterizaba, se puso sus zamarros, su blanco sombrero, montó la cabalgadura, rumbo a la ciudad de Pitalito. Esa mañana su actitud fue serena, no mostrando nerviosismo, ni revelando la angustia que suelen tener las personas que presienten la muerte. Desayunó en el conocido restaurante Tao Mao, que se ubicaba en esa época por la carrera 3, entre calles 7 y 8; luego se dirigió a la Iglesia de San Antonio, para cumplir con el sagrado sacramento de la confesión; regresó al medio día a su finca de la Vereda Regueros, donde su esposa Cleofe Rojas, había preparado un suculento pescado para abstenerse de comer otras carnes durante la semana mayor. Hacia las dos de la tarde, ordenó a su esposa e hijos, marcharse para que asistieran al sermón de las siete palabras. Las órdenes de Enrique Mota se cumplían; era un hombre rígido, autoritario, dice uno de sus nietos. Quedó acompañado de Ascencio, su hijo mayor, pero a la media hora ordenó a este que se marchara para la ciudad.

Cuando quedó solo, tomó dos galones de gasolina, un rollo de alambre dulce que había comprado el sábado anterior, montó su yegua y se dirigió acompañado de su pequeño perro “cariño,” su mascota preferida, hasta la finca “El Granisal,” ubicada en lo alto de una colina de la misma Vereda. Allí, en una excavación donde extrajeron la tierra para elaborar los muros de la casa de bahareque, semanas anteriores había hecho poner leña cruzada; se deshizo de su camisa y sombrero, colgándolos de un poste de la cerca; sentándose sobre la leña, roció gasolina sobre su cuerpo, se amarró con el alambre y prendió fuego. “Cariño” aullaba de dolor, viendo el terrible espectáculo, y durante las tres semanas siguientes al suicidio de su adorado amo, día y noche permanecía en el lugar emitiendo sus dolorosos aullidos. Una mañana, cuando la hornilla de cocinar el guarapo para elaborar panela estaba encendida, “cariño” se introdujo en su interior, imitando la hazaña de su difunto dueño.


Cuenta don Clodomiro Rojas, su yerno preferido, que muchos años atrás, en conversaciones familiares, don Enrique manifestaba que la única forma para salvar el alma de un pecador, consistía en incinerar su cuerpo vivo, pero nunca imaginaron que sus afirmaciones se convirtieran en una obsesión que lo llevaría a la muerte.           

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