Santiago
Villarreal Cuéllar
La niebla
cubría la verde sabana que rodeaba la casona, aquella mañana del
viernes santo de 1968; don Enrique Mota Correa salió hasta la
pesebrera, donde su yegua baya esperaba; del hocico del animal salía
el vapor de cada respiración; con la agilidad que lo caracterizaba,
se puso sus zamarros, su blanco sombrero, montó la cabalgadura,
rumbo a la ciudad de Pitalito. Esa mañana su actitud fue serena, no
mostrando nerviosismo, ni revelando la angustia que suelen tener las
personas que presienten la muerte. Desayunó en el conocido
restaurante Tao Mao, que se ubicaba en esa época por la carrera 3,
entre calles 7 y 8; luego se dirigió a la Iglesia de San Antonio,
para cumplir con el sagrado sacramento de la confesión; regresó al
medio día a su finca de la Vereda Regueros, donde su esposa Cleofe
Rojas, había preparado un suculento pescado para abstenerse de comer
otras carnes durante la semana mayor. Hacia las dos de la tarde,
ordenó a su esposa e hijos, marcharse para que asistieran al sermón
de las siete palabras. Las órdenes de Enrique Mota se cumplían; era
un hombre rígido, autoritario, dice uno de sus nietos. Quedó
acompañado de Ascencio, su hijo mayor, pero a la media hora ordenó
a este que se marchara para la ciudad.
Cuando quedó
solo, tomó dos galones de gasolina, un rollo de alambre dulce que
había comprado el sábado anterior, montó su yegua y se dirigió
acompañado de su pequeño perro “cariño,” su mascota preferida,
hasta la finca “El Granisal,” ubicada en lo alto de una colina de
la misma Vereda. Allí, en una excavación donde extrajeron la tierra
para elaborar los muros de la casa de bahareque, semanas anteriores
había hecho poner leña cruzada; se deshizo de su camisa y
sombrero, colgándolos de un poste de la cerca; sentándose sobre la
leña, roció gasolina sobre su cuerpo, se amarró con el alambre y
prendió fuego. “Cariño” aullaba de dolor, viendo el terrible
espectáculo, y durante las tres semanas siguientes al suicidio de su
adorado amo, día y noche permanecía en el lugar emitiendo sus
dolorosos aullidos. Una mañana, cuando la hornilla de cocinar el
guarapo para elaborar panela estaba encendida, “cariño” se
introdujo en su interior, imitando la hazaña de su difunto dueño.
Cuenta don
Clodomiro Rojas, su yerno preferido, que muchos años atrás, en
conversaciones familiares, don Enrique manifestaba que la única
forma para salvar el alma de un pecador, consistía en incinerar su
cuerpo vivo, pero nunca imaginaron que sus afirmaciones se
convirtieran en una obsesión que lo llevaría a la muerte.
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