Santiago Villarreal Cuéllar
La primera vez que
vi el duende tenía cinco años. Fue en un camino solitario, en medio de un
bosque de árboles tupidos y guadua, cerca de un caudaloso río. En la raíz de un
gordo higuerón, en una pequeña cueva, observé un ser semejante a un humano,
increíblemente pequeño de estatura. Tenía un sombrero grande para el tamaño de
su cabeza, unos ojos saltones, y cuando sonrió evidencié una dentadura llena de
brillo, parecido a los braker que usan ahora. Caminaba en compañía de mi padre
y manifesté asustado, señalando que en ese lugar había un pequeño ser. Sin
embargo, papá no vio nada y dijo que seguramente se trataba de una serpiente.
Me cogió de la mano y nos machamos.
Lo seguí viendo
cada vez que pasaba por el mismo camino. Unas veces estaba de pie y siempre
reía, otras veces estaba sentado en una pequeña piedra y con su manita gorda me
hacía señas para que penetrara a la cueva. Pero esta era muy pequeña para mi
tamaño y no logré penetrar. Cuando crecí, alrededor de los nueve años, no volví
a ver el duende. Deduje que se había marchado, pero una mujer de edad, muy
sabia, a quien sindicaban de bruja, me manifestó que esos seres de la Cuarta
Dimensión solo los podían ver los niños inocentes o los videntes.
En mi edad adulta
durante mis años de estudio de las ciencias sociales y humanas, pensé que quizá
estaba loco, o podía tener una patología compulsiva a ver seres inexistentes.
Visité al psiquiatra Luis Dragunsky, un eminente catedrático argentino que por
esos años residía en Bogotá. Para mi sorpresa, el experimentado profesional me
dijo que no existía ninguna patología, y que la existencia de seres del otro
mundo era verídica. “Todos los niños los vimos en nuestra infancia y creímos
que eran alucinaciones. Pero esos seres existen.” Recalcó.
Llegué a una
conclusión: los niños pueden ver los duendes.
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