Santiago Villarreal Cuéllar
Silbos agudos que
hacen eco sobre el enorme abismo repitiéndose infinitamente. Alaridos que
retumban sobre las rocas y se pierden en la oscuridad de la noche. Gritos
incoherentes cuya procedencia se ignora. Sonidos de corrientes de aire que no
se siente.
Son fenómenos extraños que ocurren en horas de la noche en el sitio llamado Pericongo, ubicado en la carretera entre Altamira y Timaná, en el cañón donde desciende el caudaloso río Yuma (Magdalena).
“¿Qué serán esos
alaridos?” Interroga un camionero cuyo vehículo se varó en horas de la noche en
ese lugar y escuchó los ruidos. “Son los espíritus.” Contestó con severidad
doña Paca Curaca, una octogenaria vecina del lugar donde ha vivido toda su existencia
elaborando los deliciosos biscochos de achira. “Allí han matado mucha gente y
esos espíritus permanecen, y de noche salen a espantar los intrusos.” Agregó la
anciana.
Cuenta Paca Curaca,
que desde los años cincuenta del siglo pasado ese sitio se convirtió en un
matadero de gente. “En horas de la noche llegaba una volqueta llena de
liberales que los ‘pájaros’ (grupo para-militar conservador) traía presos, los
bajaban y comenzaban a matarlos a machetazos o balazos, y luego los arrojaban
al abismo.” Doña Paca no recuerda cuántas veces se repitió esa operación, pero
asegura que duró más de cinco años.
Pero fue en la
década de los ochenta cuando se intensificó la matazón en ese lugar. Estaba en
plena vigencia la Operación Cóndor, y las fuerzas del establecimiento (F-2 de
la Policía y B-2 del Ejército), llevaban personas calificadas como
“desechables.” Ese mote se aplicaba a indigentes, consumidores de drogas duras,
líderes de izquierda y ladrones de los bajos fondos. Ser de izquierda era
sinónimo de guerrillero y debía ser ejecutado sumariamente, no sin antes
torturarlo para hacerlo confesar. Curiosamente a los ladrones de cuello blanco
nunca los llevaron allí para asesinarlos. Los que robaban el erario, que ya
eran bastantes, no tan abundantes como ahora, no fueron perseguidos, ni
amenazaron con llevarlos a ese sitio. El Pericongo fue un matadero para
ladrones de estratos bajos y para quienes pensaban diferente a la “gente de
bien.”
Al finalizar la
década de los ochenta, la alcaldía de Altamira manifestó que no tenía más
presupuesto para enterrar tanto difunto encontrado en Pericongo. En el
cementerio de esa localidad están las fosas comunes donde reposan los restos de
cientos de estas personas, la mayoría enterradas como N.N.
Por esos años era
común escuchar amenazar a la gente con llevarla a Pericongo, pues se
estigmatizó el sitio, convirtiéndose en un lugar tenebroso, sinónimo de tortura
y muerte violenta. También muchas víctimas lograron escapar de los criminales y
algunos aún viven para contar su hazaña.
En el sur del
Huila, existen muchos personajes siniestros que añoran Pericongo para llevar
allá, torturar y matar con tiros de gracia a tanto desechable, ladrón y
subversivo que invadió los pueblos de añoranza, y todavía quedan algunos
politiqueros que aconsejan “darles balín” a las personas que cometen pequeños
delitos.
Doña Paca Curaca
tiene toda la razón: esos ruidos escuchados en horas de la noche por los
desprevenidos conductores que se detienen en ese lugar, corresponde a los
espíritus del Pericongo, que se niegan a abandonar el sitio porque reclaman
justicia, verdad y reparación.
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