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2/03/2017

Los espíritus de El Pericongo


Santiago Villarreal Cuéllar


Silbos agudos que hacen eco sobre el enorme abismo repitiéndose infinitamente. Alaridos que retumban sobre las rocas y se pierden en la oscuridad de la noche. Gritos incoherentes cuya procedencia se ignora. Sonidos de corrientes de aire que no se siente.

Son fenómenos extraños que ocurren en horas de la noche en el sitio llamado Pericongo, ubicado en la carretera entre Altamira y Timaná, en el cañón donde desciende el caudaloso río Yuma (Magdalena).

“¿Qué serán esos alaridos?” Interroga un camionero cuyo vehículo se varó en horas de la noche en ese lugar y escuchó los ruidos. “Son los espíritus.” Contestó con severidad doña Paca Curaca, una octogenaria vecina del lugar donde ha vivido toda su existencia elaborando los deliciosos biscochos de achira. “Allí han matado mucha gente y esos espíritus permanecen, y de noche salen a espantar los intrusos.” Agregó la anciana.

Cuenta Paca Curaca, que desde los años cincuenta del siglo pasado ese sitio se convirtió en un matadero de gente. “En horas de la noche llegaba una volqueta llena de liberales que los ‘pájaros’ (grupo para-militar conservador) traía presos, los bajaban y comenzaban a matarlos a machetazos o balazos, y luego los arrojaban al abismo.” Doña Paca no recuerda cuántas veces se repitió esa operación, pero asegura que duró más de cinco años.

Pero fue en la década de los ochenta cuando se intensificó la matazón en ese lugar. Estaba en plena vigencia la Operación Cóndor, y las fuerzas del establecimiento (F-2 de la Policía y B-2 del Ejército), llevaban personas calificadas como “desechables.” Ese mote se aplicaba a indigentes, consumidores de drogas duras, líderes de izquierda y ladrones de los bajos fondos. Ser de izquierda era sinónimo de guerrillero y debía ser ejecutado sumariamente, no sin antes torturarlo para hacerlo confesar. Curiosamente a los ladrones de cuello blanco nunca los llevaron allí para asesinarlos. Los que robaban el erario, que ya eran bastantes, no tan abundantes como ahora, no fueron perseguidos, ni amenazaron con llevarlos a ese sitio. El Pericongo fue un matadero para ladrones de estratos bajos y para quienes pensaban diferente a la “gente de bien.”

Al finalizar la década de los ochenta, la alcaldía de Altamira manifestó que no tenía más presupuesto para enterrar tanto difunto encontrado en Pericongo. En el cementerio de esa localidad están las fosas comunes donde reposan los restos de cientos de estas personas, la mayoría enterradas como N.N.

Por esos años era común escuchar amenazar a la gente con llevarla a Pericongo, pues se estigmatizó el sitio, convirtiéndose en un lugar tenebroso, sinónimo de tortura y muerte violenta. También muchas víctimas lograron escapar de los criminales y algunos aún viven para contar su hazaña.

En el sur del Huila, existen muchos personajes siniestros que añoran Pericongo para llevar allá, torturar y matar con tiros de gracia a tanto desechable, ladrón y subversivo que invadió los pueblos de añoranza, y todavía quedan algunos politiqueros que aconsejan “darles balín” a las personas que cometen pequeños delitos.


Doña Paca Curaca tiene toda la razón: esos ruidos escuchados en horas de la noche por los desprevenidos conductores que se detienen en ese lugar, corresponde a los espíritus del Pericongo, que se niegan a abandonar el sitio porque reclaman justicia, verdad y reparación.         

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