Santiago Villarreal Cuéllar
En Colombia no
estamos acostumbrados al ejercicio democrático. Ni el pueblo ni el gobierno
tienen una verdadera visión del ejercicio del voto cuando de referendos,
plebiscitos y otras formas de participación ciudadana se trata. Es apenas
comprensible en una democracia a medias donde el pueblo lo acostumbraron a
votar por mendrugos y los politiqueros utilizan el poder que el ciudadano le
otorga para robar el erario. No se ofendan los verdaderos políticos (que son
pocos en nuestro bello país) que ganan espacios gracias al voto de opinión, con
sus ideales, sin necesidad de cemento, tamal, aguardiente y otros elementos
demagógicos que destruyen el enclenque sistema democrático, ahondando cada día
la profunda grieta de la corrupción.
El plebiscito del
dos de octubre nos sorprendió a todos. Al gobierno que preparó zendo discurso
para celebrar una victoria que le fue esquiva. A los partidarios del no, que semanas
antes demandaron ante la Corte Constitucional la legalidad del mismo, y el día
de las elecciones se escondieron en sus casas y haciendas para esperar con
resignación la derrota. Sin embargo, una ligera victoria los hizo reaccionar y
en menos de dos horas redactaron discursos de victoria. Ahora esa oposición se
tragará un enorme sapo cuando la Corte acepte sus demandas y declare inexequible
el plebiscito. Tengo la certidumbre que así fallará.
Voté por el sí
porque como lo he afirmado, soy un convencido que la guerra padecida por los
colombianos por sesenta años solo tiene como solución final la negociación
civilizada y el diálogo. Pero como demócrata acepté el resultado y no podemos
llorar sobre mojado, ni aserrar el aserrín.
Hubo mentiras de ambas partes para captar electorado. Los del no mintieron, y los del sí también. El gobierno y su sequito de aduladores manifestaron que si ganaba el no, regresaríamos a la guerra, pero afortunadamente no ha sido así. Es lo mejor que nos ha podido suceder. El galardón del Nobel de Paz para el presidente Juan Manuel Santos opacó la derrota y revivió los espíritus alicaídos del estamento gubernamental.
Y aunque no es
extraño en nuestra inmadura democracia, el presidente de la república, que en
cualquier otra parte de una nación civilizada hubiera renunciado al día
siguiente de la derrota, aquí no pasó
nada. El presidente se recuperó de la derrota y continuó con su propósito de
firmar los acuerdos sin hacer reformas y acatar las sugerencias de los vencedores.
Y ni qué decir de la guerrilla de las farc, que continúan con sus pechos
erguidos y su orgullo por lo alto. No aceptan la derrota. Claro está que es
preferible todo este contraste de vanidades y parodias, que regresar a una
guerra fratricida e insensata. Pero las reglas de la democracia deben respetarse
aunque resulten amargas como la hiel.
Y para continuar
con esta parodia, ahora el gobierno no descarta la posibilidad de realizar otro
plebiscito para reafirmar las supuestas reformas a los acuerdos. ¿Permitiremos
los colombianos que continúen burlándose y jugando en esta falsa democracia?
Sería el colmo aceptar semejante despropósito.
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