Santiago Villarreal Cuéllar
Esconden los botones que las mujeres
pacientemente remiendan. Toman hilos y los halan cuando la remendona trata de
enhebrar la aguja. Juegan con los dedales y rasgan las camisas recién
remendadas. Son los duendes juguetones que permanecen en el interior de las
viviendas campesinas de nuestras tierras latinoamericanas. A veces no son
varios, sino uno solo que vive en esas casas elaboradas de bahareque, cubierta
de teja de barro cocido y cuyas viejas puertas de madera rechinan al abrirse y
cerrarse. También se introducen en la cocina, botan el agua de las ollas de
barro cocido, o doblan las cucharas y cubiertos. Extraen la bola del viejo
molino de mano y a veces llegan a regar la sopa recién preparada.
Mi abuela contaba que la señora Ceferina
vivía muy aburrida de las travesuras del duende que desde hacía muchos años,
desde que se casó 56 años atrás, acompañaba ese matrimonio. Cansada de este
duende juguetón que cada día cometía una fechoría distinta, aconsejó a don
Demetrio, su esposo, vender la finca y mudarse para otra lejana región rural. Un
buen día vendieron el fundo y comenzaron a empacar el trasteo mientras la
anciana derramaba gruesas lágrimas debido a la tristeza que sentía por dejar la
casa donde nacieron y crecieron sus 14 hijos, pero con la esperanza de
encontrar tranquilidad en la nueva hacienda, distante cuatro días de camino. Tres
días después, mientras arreaban las mulas que acarreaban los trastos, Ceferina
echó de menos la hermosa mesita de noche que le regaló su madre el día de su
matrimonio. Preguntó a Demetrio si había embalado la mesa y contestó una voz
emitida desde la vanguardia de la caravana: “aquí la llevo mamá, fue la primera
que me eché a mis hombros, no se preocupe que la traigo desde el día que
abandonamos la casa.” ¿Quién carajos eres tú? Interrogó intrigada la vieja.
“Pues quién más puede ser mamá.” Respondió la voz. “Soy el duende juguetón.”
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