Santiago Villarreal
Cuéllar
La mafia italiana cuyo origen
fue la isla de Sicilia en el siglo antepasado, introdujo códigos de honor entre
sus miembros; su desobediencia se pagaba con la vida; la ley de la omertá o ley
del silencio; entre los códigos más famosos está el relacionado con el
asesinato cuyo juramento era: ni mujeres, ni niños; es decir, que dentro de sus
códigos no era permitido matar mujeres, ni niños. Esas normas fueron respetadas
por la mafia que se trasladó a los Estados Unidos a comienzos de la década de
los años veinte, que dio origen a novelas famosas como El Padrino del escritor
Mario Puzo. La más sanguinaria, cruel y violenta de las organizaciones
criminales conocidas en el mundo, tenía parámetros establecidos para llevar a
cabo su empresa criminal. Toda guerra posee reglas y límites; el envenenamiento
de las aguas que sirven para consumo humano está por fuera de los acuerdos de
Ginebra, y ni los más avezados grupos terroristas del mundo, quebranta esa
norma.
Traigo a colación esta breve
historia para referirme a la degradación del conflicto armado de nuestro país
por cuenta de las guerrillas de las farc. Todo atentado contra cualquier
objetivo, sea material o humano es condenable y a la luz de los derechos humanos
no podemos compartirlo; solo debemos, condenarlo. Pero hay hechos que deben ser
revaluados por parte de esa guerrilla y establecer unos códigos de honor al estilo de la mafia
siciliana. Atentados, o contaminación contra acueductos, quebradas o fuentes de
suministro de agua para consumo humano, debe ser suprimido de sus objetivos
militares; atentados contra las redes de suministro de energía eléctrica,
también debe suprimirse de sus objetivos. Verdad es que en las guerras
convencionales estos objetivos son válidos; cuando los Estados Unidos
invadieron países como Irák, Afganistán, y Libia, sus aviones bombardearon
acueductos, estaciones de energía eléctrica y carreteras. Pero es precisamente
por esta guerra demencial que esos pueblos odian a los norteamericanos. Las
farc también se están ganando el odio y el deprecio silencioso, mudo, por temor
a represalias, de los colombianos; pero el pueblo nos dice al oído que se
siente cansado de una guerrilla que abandonó sus ideales y se dedicó a
perjudicar los más pobres. Porque atentar contra acueductos como el de
Algeciras, es poner al pueblo raso en aprietos; atentar contra el suministro de
energía eléctrica de varios departamentos, es arruinar pequeños empresarios,
poner en peligro la vida de enfermos en clínicas y hospitales, y privar a la
gente humilde de alumbrar con sus
bombillas. Todo atentado es reprochable, pero hay unos más inútiles y
absurdos.
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