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6/18/2015

Ni mujeres, ni niños



Santiago Villarreal Cuéllar

La mafia italiana cuyo origen fue la isla de Sicilia en el siglo antepasado, introdujo códigos de honor entre sus miembros; su desobediencia se pagaba con la vida; la ley de la omertá o ley del silencio; entre los códigos más famosos está el relacionado con el asesinato cuyo juramento era: ni mujeres, ni niños; es decir, que dentro de sus códigos no era permitido matar mujeres, ni niños. Esas normas fueron respetadas por la mafia que se trasladó a los Estados Unidos a comienzos de la década de los años veinte, que dio origen a novelas famosas como El Padrino del escritor Mario Puzo. La más sanguinaria, cruel y violenta de las organizaciones criminales conocidas en el mundo, tenía parámetros establecidos para llevar a cabo su empresa criminal. Toda guerra posee reglas y límites; el envenenamiento de las aguas que sirven para consumo humano está por fuera de los acuerdos de Ginebra, y ni los más avezados grupos terroristas del mundo, quebranta esa norma.


Traigo a colación esta breve historia para referirme a la degradación del conflicto armado de nuestro país por cuenta de las guerrillas de las farc. Todo atentado contra cualquier objetivo, sea material o humano es condenable y a la luz de los derechos humanos no podemos compartirlo; solo debemos, condenarlo. Pero hay hechos que deben ser revaluados por parte de esa guerrilla y establecer unos  códigos de honor al estilo de la mafia siciliana. Atentados, o contaminación contra acueductos, quebradas o fuentes de suministro de agua para consumo humano, debe ser suprimido de sus objetivos militares; atentados contra las redes de suministro de energía eléctrica, también debe suprimirse de sus objetivos. Verdad es que en las guerras convencionales estos objetivos son válidos; cuando los Estados Unidos invadieron países como Irák, Afganistán, y Libia, sus aviones bombardearon acueductos, estaciones de energía eléctrica y carreteras. Pero es precisamente por esta guerra demencial que esos pueblos odian a los norteamericanos. Las farc también se están ganando el odio y el deprecio silencioso, mudo, por temor a represalias, de los colombianos; pero el pueblo nos dice al oído que se siente cansado de una guerrilla que abandonó sus ideales y se dedicó a perjudicar los más pobres. Porque atentar contra acueductos como el de Algeciras, es poner al pueblo raso en aprietos; atentar contra el suministro de energía eléctrica de varios departamentos, es arruinar pequeños empresarios, poner en peligro la vida de enfermos en clínicas y hospitales, y privar a la gente humilde de alumbrar   con sus bombillas. Todo atentado es reprochable, pero hay unos más inútiles y absurdos.  

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