Santiago
Villarreal Cuéllar
A
lo largo y ancho del majestuoso río Yuma (Magdalena), en calurosas
noches sin luna, muchos pescadores artesanales; unos con atarrayas,
otros con anzuelos, muchos con chinchorros, y los más avezados con
sus curtidas manos, veían las aguas ponerse anaranjadas, como si
alguien fuera delante de ellos pescando. Disgustados, avanzaban
rápidamente para verificar si era algún intruso revolcando las
aguas; pero conforme caminaban las aguas se hacían más turbias y
empezaban a remolinearse. De pronto, comenzaban a escuchar ruido como
si alguien pescara con atarraya; sí, podían oír claramente el
sonido producido por la red al caer violentamente sobre los oscuros y
profundos charcos; y escuchaban el ruido del agua destilando después
de ser extraída del río. En medio de la oscuridad, ante el zumbido
de los zancudos y el ruido emitido por búhos y demás aves
nocturnas; con el tímido resplandor de cientos de centelleos de
cocuyos, se ve la figura abstracta de un ser; un ser extraño, del
más allá, del otro mundo; ¿del mundo de las tinieblas? ¿Del mundo
espiritual? Quizá, pero el miedo se apoderaba de los mirantes, y sus
pelos empezaban a crisparse, y su corazón a latir aceleradamente.
Muchas veces, muchos lo vieron de cerca, casi rosando sus sudorosos
cuerpos, pero al desmayarse y luego despertar con los primeros rayos
del astro, a veces no recordaban la imagen horrorosa presentada ante
sus ojos.
La
leyenda comenzó con la llegada de la colonia española, pero los
aborígenes lo habían visto mucho antes. Ellos no se horrorizaban
ante su presencia, eran quizá amigos; para ellos era el espíritu
protector del río; el que regulaba la pesca; el que indicaba el
lugar del río donde había más peces; el que facilitaba la pesca.
Los aborígenes pescaban sin atarraya, sin chinchorro, solo con sus
manos, o a veces con estaca. Para estas etnias se trataba del
espíritu del pescador; o de los espíritus pues eran varios,
cientos, quizá miles; pero no solo del río Yuma; estaban en todos
los ríos.
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