Santiago
Villarreal Cuéllar
Colombia
es el país de los carteles; en la década de los ochenta
descubrieron los del narcotráfico, y se creyó que estas
organizaciones operaban solo para traficar substancias ilícitas.
Pero también existía el cartel estatal de la telefonía fija en
manos del monopolio, Telecom. En pueblos y ciudades para instalar una
línea telefónica había que tener “palanca” política y su
costo era estruendoso, sin contar la coima que se debía pagar al
gerente local. Por la misma década comenzó a operar el cartel
para-militar, cuyos sicarios operaban con la complicidad de la fuerza
pública (cuando no eran sus miembros), la empresa privada, y los
políticos. Sin desconocer los carteles guerrilleros que manejaban (y
aún lo hacen), extensas zonas del país. En la década del 2000
descubrieron el cartel de la contratación estatal, cuyos tentáculos
abarcaba (o abarcan porque no creo que se haya acabado), políticos,
empresarios y medios de comunicación. Desde el año pasado se viene
denunciando tímidamente los carteles del papel higiénico,
medicamentos y pañales. No obstante los anuncios de la
Superintendencia de Industria y Comercio para desmantelar y ajustar
los precios de estos productos, todo parece vana esperanza porque
estos elementos de primera necesidad continúan carísimos, si se
comparan con los precios de países vecinos, incluyendo Venezuela
done los carteles especuladores no solo esconden los productos, sino
que los venden a precios exorbitantes. No debemos olvidar el cartel
estatal de la gasolina, que aún con las bajas de los precios
internacionales del petróleo, aquí este producto se vende a un
precio increíble. Y ni qué decir del cartel de la energía
eléctrica, en su mayoría en manos de empresas estatales, pero si
comparamos el valor del kilovatio de otros países, aquí el abuso
es colosal y con un pésimo servicio prestado en la zona centro y sur
del Huila, y otras regiones de Colombia.
A
estos carteles tradicionales para quienes no existe autoridad que
controle, se suma ahora el cartel del arroz; un producto de primera
necesidad, consumido por las familias más pobres del país, cuyos
industriales parece que formaron un sindicato clandestino, una
verdadera logia, no solo para acaparar la producción nacional, sino
para cobrar precios escandalosos, sin tener ningún escrúpulo, sin
pensar por un momento el inmenso daño causado a millones de familias
cuyos miserables ingresos no alcanzan para pagar el kilo de este
vital alimento al precio actual. Sabemos que en el rico menú del
ministro de agricultura el arroz no cuenta, pero debería pensar en
los millones de colombianos que no pueden comprar espárragos ni
caviar, y cuya ración básica es el arroz.
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