Tirso Antonio Polanco
Santiago
Villarreal Cuéllar
Un dolor
quemante recorrió el cuerpo del niño cuando sintió sobre su vientre el latigazo
descargado con fuerza de la mano de la maestra enfurecida. Cuando el pequeño
alzó su camisa para ver, tres lunares de color rojo sobre su piel trigueña
mostraron la magnitud del golpe. El pedazo de rejo utilizado por la única
maestra de la escuela, terminada en tres puntas redondas, dejaron la huella
marcada sobre la delicada piel del infante. Pero la huella que nunca se borró
fue aquella dejada en su mente, la misma que hoy recuerda Tirso Antonio
Polanco, que lo acompañará hasta la muerte. Con apenas tres meses de primaria y
ante el horror del castigo físico, el hoy humanista nunca regresó a la escuela.
“Y es que coincidió con el dolor que sentí sobre mi pierna derecha cuando
intenté levantarme del pupitre,” dice Tirso con esa mirada serena, tierna, a
veces perdida que me recuerda la mirada del líder sudafricano, ya fallecido,
Nelson Mandela, a quien conocí de cerca hace muchos años en Madrid España. La poliomielitis
atacó al pequeño Tirso, cuya patología lo postró por años. El único médico del pueblo, Álvaro Sánchez Muñóz, recién
egresado de la Universidad de La Plata Argentina, sabiamente recomendó amputar
la pierna del niño. Presa del pánico, Tirso decidió marcharse de su pueblo
natal, San Agustín, para conservar su pierna, comenzando así su recorrido por
la ciudad de Cali. Fue allá donde aprendió a leer, recogiendo pedazos de
periódicos de la calle y observando las historietas de Tarzán, El Llanero
Solitario, Kalimán y muchas más. Después empezó a leer los primeros libros
desordenadamente, los mismos que fueron marcando una huella en su mente, dando
forma a ese libre pensador, humanista y conocedor de las diferentes
manifestaciones culturales.
Ya joven,
casi mayor de edad, regresó a su terruño natal, donde se convirtió en poeta, músico
y bohemio. Sus compañeros de juventud lo buscaban para que escribiera poemas y
cartas a sus novias y Tirso Polanco,
utilizando esa técnica, enamoró varias muchachas de la sociedad agustiniana.
“No sé en qué momento me volvieron ateo
y comunista, lo cierto es que nos íbamos a bañar al río Naranjo, a leer libros
de Marx, y bautizamos el charco con el nombre de Allende,” recuerda con burla
este hombre que validó su primaria y estudió su bachillerato en el Colegio
Laureano Gómez. Posteriormente se graduaría como psicólogo de la UNAD, cuya
rectoría rendirá un merecido homenaje a este insigne pensador y humanista.
“Pero más que homenajes, yo quiero es trabajar, producir,” dice con decisión
Tirso Antonio Polanco.
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