Santiago Villarreal Cuéllar
Dentro de la
alambrada cerebral del ser humano, cuya información reúne genes de distintas
características y comportamientos, heredados de millones de años de evolución,
predominan aquellos que incitan a la tranquilidad, serenidad, paciencia, o
aquellos que definen las corrientes de pensamiento religioso como espirituales;
en conclusión, la mayoría de la humanidad amamos la paz. Salvo algunas
excepciones, el gen del cerebro reptil, almacenado en esa alambrada, predomina
en algunos humanos; son estos quienes gustan de la guerra, poseen instintos
compulsivos de agresividad y sienten placer con el dolor de otros, especialmente
si este es causado por ellos.
Esta
característica casi general del humano amante de la paz, hizo que sus primeras
civilizaciones, buscara lugares con unas condiciones propicias para elaborar
sus construcciones, tanto para vivir como para adorar a sus dioses. Las grandes
montañas, mejor si estaban cubiertas de nieve o hielo, cerca de grandes lagos,
valles majestuosos y naturalmente cerca del mar. En dichos sitios la mente humana entra en
contacto directo con la madre naturaleza, inspirando tranquilidad. Con el
transcurrir de los siglos, la llegada de la vida citadina, la
industrialización, la mente humana empieza a ser invadida por enfermedades
psicosomáticas, compulsiones, ira, estrés, haciendo retroceder la mente en
busca de recuerdos innatos, propios de la evolución biológica, guardados en el
cerebro, resurgiendo con mayor intensidad los genes del reptil. El humano ganó
un lugar en la historia evolutiva como creador de grandes inventos, pero perdió
un valioso tesoro que lo acompañó por millones de años: la paz y tranquilidad.
Pasó de ser un ser espiritual a convertirse en un ser netamente material,
robotizado. Este fenómeno trajo consigo más guerras y el humano empezó a crear
y perfeccionar armas para destruir, no solo sus congéneres, sino esos bienes
materiales que con esfuerzo construye. Los amantes de la paz, que somos la
mayoría, deben migrar huyendo de la guerra, dejando incluso esos bienes
materiales conseguidos con esfuerzo por toda una vida. “Mejor comida de lechuga
en casa de paz, que comida de buey en casa de discordia,” reza sabiamente un
versículo de los Proverbios.
Por eso no
en vano los colombianos, todos sin excepción buscamos la paz; de una forma o de
otra, dentro de las diferentes ideologías se habla el lenguaje de la paz. Un
gran sector apoyamos los diálogos y la negociación con la guerrilla como única
salida a un conflicto de más de 6 décadas. Veo con complacencia algunos
dirigentes partidarios hasta hace algunas semanas de la guerra, haciendo
propuestas constructivas de paz en el marco del dialogo. Están ganando los
genes de la serenidad.
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