Santiago Villarreal Cuéllar
La jornada del campesino colombiano pobre
(mayoría), empieza a las cuatro de la madrugada; se levanta, prepara café;
muchos hacen el almuerzo para llevar a sus labranzas que distan horas de su
vivienda; su alimentación se basa en harinas y pocas proteínas; si amanece
lloviendo, se coloca un plástico y se marcha; y si hace sol, su rostro curtido amortigua
los quemantes rayos. Con el clarear del día, el trinar de las aves y el perfume
de los bosques, acompañado muchas veces de un perro y llevando un transistor
colgado sobre sus hombros, se desliza por los accidentados caminos, rumbo a sus
labores. En sus faenas diarias, unas veces deshierba, otras, poda y deshoja una
plantación, recolecta café, o se introduce en un cultivo de arroz donde el lodo
llega a sus rodillas, mientras el sol quema su espalda, o la lluvia pega sus
goterones sobra la misma. En todas estas tareas el campesino corre el peligro
de ser mordido por una serpiente, picado por arañas, escorpiones, avispas,
abejas y jipas (gusanos oruga), y es presa de zancudos de todas las especies. Estas
jornadas culminan generalmente a las cinco, o seis de la tarde.
Observemos una casa campesina: la gran
mayoría están ubicadas en laderas montañosas, en zonas de alto riesgo, pisos de
tierra, muros de bahareque, fogón de leña; el 95% de zonas rurales no cuenta
con agua potable y el líquido es captado de cualquier quebrada, generalmente
contaminada, o un pozo lleno de bacterias y conducido por mangueras; son
acueductos artesanales que con cualquier lluvia torrencial se destruyen; el 45
% de las viviendas rurales no tienen energía eléctrica y sus moradores alumbran
con velas, como en la edad media, o lámparas a base de combustibles derivados
del petróleo; el 67 % de viviendas rurales no tiene carreteras y si existen,
son iguales a caminos de herradura; el campesino es presa de toda clase de
abusos; a sus viviendas llegan estafadores, vendedores de rifas e ilusiones,
atracadores; sus hijos han sido engañados para engrosar guerrillas,
para-militares, y encima, el ejército los recluta, a veces contra su voluntad
para el servicio militar; hasta las sectas religiosas se disputan su fe, no
para ayudar a salvar sus almas, sino para esquilmar sus bolsillos mediante
diezmos y ofrendas.
Desde la independencia, ningún gobierno ha
solucionado los problemas estructurales de los pequeños agricultores. En las
décadas del 50 y 80, millones de parceleros fueron despojados de sus tierras a
sangre y fuego. Cuando el campesino se levanta, el estado debe escucharlo,
buscar una solución, y cumplirle.
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