Santiago Villarreal Cuéllar
En Colombia parece que la maldición de la historia se repitiera
irremediablemente sin que nada ni nadie pudiera detenerla. Hace 90 años se
publicó la primera edición de la novela La Vorágine de José Eustasio Rivera,
donde denuncia los horrorosos episodios de la bonanza del caucho en la
Amazonía. Destrucción de la flora, fauna y lo más peor, de la vida humana,
porque donde existen bonanzas ilícitas predomina el crimen. Después del caucho,
llegó la bonanza de la quina, que también trajo consigo violencia y
deforestación; vendría la bonanza de las plumas, donde la fauna, especialmente
de aves silvestres, fue todo un crimen contra unas especies que llegaron a la
extinción; en la década del 70, al Putumayo le llegó la bonanza petrolera,
donde el saqueo inmisericorde de las multinacionales extranjeras, no solo
destruyeron el medio ambiente, sino que estimularon el crimen. Lo irónico de
este saqueo, es que las vías de esta región son las más abandonadas del país, y
ahora que las están modernizando, las destruyen los robustos carro-tanques que
a diario transitan acarreando crudo, dejando una estela de miseria y abandono.
En la década de los 80, campesinos marginados por el establecimiento, marcharon
a las selvas amazónicas y de otras regiones a descuajar extensos bosques para
sembrar coca. Es más rentable este cultivo, que el plátano, la yuca o el frijol
y su comercialización más rápida. El gobierno trajo la solución, que ha sido
peor que la enfermedad: fumigar con herbicidas para destruir temporalmente los
cultivos.
El 15 de febrero reanudan las fumigaciones con el nocivo herbicida, en un
ciclo que se repite año tras año desde hace veinte, pero de nada ha servido,
como no sea para destruir inmensidades de bosques, cultivos de yuca, plátano,
maíz y otros, dejando a colonos y pequeños parceleros en la miseria, y
enriqueciendo los bolsillos de la multinacional Monsanto, que contrata aviones
y helicópteros para destruir. En todo el país, se continúan cultivando cada año
un promedio de 50 mil hectáreas, y lo único que hacen estos sembradores es trasladarse
de una región a otra de la geografía nacional, cada que llega la mortífera
fumigación. Mientras tanto, el precio del alcaloide sube, pero el consumo no
disminuye, como si existiera una confabulación de un gobierno con unos
comercializadores para evitar la superproducción del alcaloide y mantener los precios
altos. Uno se pregunta, si después de 20 años de combate estéril contra este
fenómeno que se llama el tráfico ilícito de drogas alucinógenas, ¿por qué
continúa el gobierno utilizando las mismas técnicas fallidas? ¿Necedad o
complicidad?
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