Santiago
Villarreal Cuéllar
La
tradición católica instituyó el primer día de noviembre, el de
todos los santos; como los santos están todos muertos, pronto el
común de creyentes lo asimiló al día de los difuntos; la Iglesia
nuevamente tomó partido y creó el día de los muertos para la fecha
dos de noviembre. Así se establecieron dos fiestas y tanto santos,
como difuntos quedaron contentos; más satisfechos quedaron los
creyentes que pueden dedicar un día para rezar a todos los santos y
pedir los milagros que deseen y otro día para elevar a las almas de
los difuntos toda clase de peticiones.
El
culto a los muertos se conoce desde los fenicios, quienes enterraban
a sus difuntos y adoraban sus restos. También los egipcios lo
hicieron cinco mil años antes de cristo; fue tanta la devoción de
esta cultura, que los faraones y personas importantes fueron
momificados; ellos creían que emprendían un largo viaje y que algún
día resucitarían. Los judíos de igual manera instituyeron el culto
a sus difuntos; antes de enterrar a sus deudos, esta raza depila el
cadáver para que no quede ni un pelo sobre la piel; luego, llenan el
ataúd, conjuntamente con el cadáver, con granos de trigo, cebada,
avena, arroz y después de llegar a América, también adicionan
maíz; finalmente entierran de pie al difunto, pero como ellos no
creen en el alma, consideran este ritual el último viaje en
dirección a la eternidad. También nuestros aborígenes, Aztecas,
Mayas, Chibchas, Incas, Aymaras, creían que el difunto emprendía un
largo viaje y por tal razón aforaban fiambres y reliquias sagradas
para que llevaran.
Los
cristianos, igual que los musulmanes, creen en la existencia del alma
y de un cielo para esta, o un infierno. Por tal razón, los católicos
no solo rinden culto al difunto, sino también al alma de este. Para
ello celebran misas para el eterno descanso y para interceder ante
Dios por sus pecados. Otros cristianos opinan que la salvación del
alma es en vida de la persona.
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