Santiago
Villarreal Cuéllar
En las estribaciones de la gran cordillera de
Los Andes; en el Macizo colombiano y sus tres cordilleras, lo mismo que en los
Andes venezolanos, a no más de dos mil metros sobre el nivel del mar, deambulaba
entre los densos bosques de la rica flora, la Madre del Monte. Pero también se
amañaba en las inmensas selvas amazónicas y el los bosques del Pacifico. Es un
espíritu elemental, surgido de los gigantescos árboles nativos, que al aspirar
el dulce aroma de los canelos, el acre olor del roble, el amargo perfume de los
laureles, y revolverse con el néctar de las flores silvestres, se cubrió de las
blancas nubes de las montañas, formando una hermosa criatura. Se trata de una
joven mujer blanca, de pelo rubio, senos prominentes y caderas voluminosas, que
deambulaba entre los espesos bosques. Muchos cazadores al mirar tan singular
belleza, corrían tras ella, quien con agiles y voluptuosos movimientos los
conducía a lo profundo de la selva, donde desaparecía como por arte de magia,
dejando a los morbosos aventureros perdidos en la maleza. Algunos, después de
varios días de buscar una salida, lograban regresar a sus lugares de origen,
viviendo para contar su hazaña. Otros, menos afortunados, se perdieron para
siempre en la manigua, donde murieron de inanición y sed, convirtiéndose en
alimento de la diversa fauna. La misma suerte, corrieron cientos de
aserradores, quienes en busca de fortuna se adentraban a lo profundo de la
selva para talar los grandes árboles. Como si de una venganza se tratara, este
espíritu surgido de la esencia vegetal, se les presentaba y les hacía la misma
operación. Estos últimos nunca regresaban, pues la Madre del Monte no les
perdonaba que lastimaran el cuerpo de aquellos robles, cedros, nogales y otras
especies aprovechadas por el hombre para su beneficio.
Hoy, la Madre del Monte no confunde a los
hombres que explotan los bosques de nuestras selvas, pero otras formas de
venganza se manifiestan, para enseñarnos que la naturaleza se debe respetar.
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