Santiago Villarreal Cuéllar
Por los años de 1994, en la ciudad de Lima Perú, muchos habitantes de los
barrios Miraflores, El Barranco, y San Miguel, despertaban a altas horas de la
noche, abrían las persianas de sus ventanas, observaban las avenidas de la
ciudad y así permanecían horas. Esperaban, escuchaban, pero nada se oía. Al
otro día madrugaban a encender la radio, los televisores, pero nada decían.
Querían ver y oír lo que hasta hacía dos años era el pan de cada día en esa
populosa ciudad: el sonido de las bombas estallando en cualquier parte de la
ciudad, dejando muertos y heridos por la ola de atentados. Aprendieron a
convivir con el terrorismo y les hizo falta a muchos no volver a escuchar nada.
El silencio y la paz los aturdía más que la misma guerra.
En Colombia sucede algo parecido con mucha gente. Se resisten a creer que
la guerrilla de las farc, hayan cesado la guerra. Extrañan las noticias de
muertos, atentados, asesinatos y combates entre los alzados en armas y la
fuerza pública. Les causa verdadero horror ver abrazarse policías y soldados
con guerrilleros en son de paz, en lugar de verlos ensangrentados víctimas de
la violencia fratricida. Extrañan ver madres llorar sobre los cadáveres de
soldados, viudas lamentando la muerte de sus policías y ver cuerpos de los
cadáveres de guerrilleros envueltos en bolsas negras.
Pero vivieron un verdadero pánico a principios del año al ver el terrible
vídeo donde bailaban los guerrilleros con sus familias y hasta los comisionados
de la ONU. El horror de los horrores: nunca habían visto tamaño sacrilegio, tan
pecaminoso y peligroso acto de diversión como cualquier colombiano. Aquello que
es normal para cualquier ser humano como es bailar y divertirse sanamente,
resulta que es visto como un coco porque son guerrilleros. Esta sociedad
enferma, llena de odio, con su mente y corazón envenenado, tendrá que asimilar
lentamente el derecho de las mayorías de vivir en paz.
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