Santiago Villarreal Cuéllar
Desde aquella soleada tarde del viernes 23 de
agosto de 1991, cuando verdugos se llevaron vivo a mi hermano José Lizardo
Villarreal Cuéllar, empecé una búsqueda que aún no termina. Los primeros días
fueron de mucha angustia, del afán de encontrarlo en algún sitio, vivo, o en el
peor de los casos muerto. Pero todo fue vana esperanza. Al mes siguiente seguí
la búsqueda y de la angustia pasé al dolor, a ese terrible dolor de no verlo, de
la impotencia para hacer algo; en ese estado uno piensa y se imagina cosas
terribles, macabras. El llanto de la familia no cesaba, mientras la solidaridad
de los amigos continuaba y las esperanzas parecían desvanecerse. A los dos
meses mi más cercano amigo, a quien siempre consideré mi segundo padre, me aconsejó
no buscar más. Sus cortantes palabras fueron como un golpe en lo más profundo
de mi alma. No, yo no podía dejar de buscar. Era un imperativo moral,
constituía una traición a mi único hermano quien era parte de mi vida, parte de
mis genes, parte de mi cuerpo, pero ante todo, parte de mi alma, de mi ser, de
lo más amado y preciado. ¿Cómo dejar de buscar? Era imposible hacerlo.
Con el correr de los años comprendí que las
palabras de mi gran amigo fueron razonables. Agoté tiempo, recursos y nada
logré. Mi hermano fue vilmente desaparecido, en un crimen tan perfecto- si es
que los hay- que hasta la fecha de escribir estas líneas continúo sin saber
nada de su paradero. Pero me niego rotundamente a dejar de buscar. Cuando en
cualquier parte del país tengo noticias del encuentro de un cadáver que lleva
años enterrado, hago todos los esfuerzos por saber sobre sus características
genéticas. Me he hecho hacer la prueba genética en muchas oportunidades para
cotejarla con la de esos huesos encontrados en alguna fosa, pero
desafortunadamente otros son los dueños de esos restos. Los de mi hermano no
aparecen aún, pero seguiremos la búsqueda, no sé hasta cuándo.
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