Santiago Villarreal Cuéllar
La desaparición forzada es el delito de lesa
humanidad que más daño causa a las familias que hemos padecido este horror. El
país latinoamericano que puso de moda este despreciable acto terrorista fue la
Argentina durante las dictaduras de Rafael Videla, Roberto Eduardo Viola,
Leopoldo Fortunato Galtieri y Reinaldo Bigñone. De esa era del horror nacieron
las Madres de Plaza de Mayo, quienes en un acto heroico y valiente empezaron a
salir todos los jueves por las mañanas a la emblemática plaza frente a la casa
rosada, sede de los presidentes de ese país suramericano. Pero la macabra
práctica, diseñada por el Pentágono de los Estados Unidos con el nombre de
operación cóndor, no fue solo para las dictaduras militares. Las llamadas
democracias de Guatemala, El Salvador, Venezuela y Colombia, también la practicaron.
En nuestro país se cuentan por miles, pero a diferencia de la Argentina,
nosotros hemos sido cobardes y no somos capaces de hacer una presión justa como
las Madres de Plaza de Mayo. Aquí cada quien anda por su lado llevando su
dolor, cargando con el horror, con la incertidumbre, soñando con su ser querido
desaparecido en una vana esperanza de creer que está vivo. Los gobiernos de
turno ni siquiera se preocupan por diseñar una verdadera política de reparación,
verdad y justicia.
La tarde del viernes 23 de agosto de 1991, mi
hermano José Lizardo Villarreal Cuéllar fue desaparecido por criminales en un
paraje rural entre Pitalito y Timaná. Desde entonces nuestra familia padece la
incertidumbre, el terrible dolor, la tortura psicológica permanente que no se
quitará sino cuando la piadosa muerte nos arrebate los recuerdos y la herida
profunda que no se cura en esta vida. Pero quizá en el más allá también cargaremos
con esta tormentosa herida, con este recuerdo tortuoso y esa imagen imborrable
de un ser querido del que nos resistimos a creer que ha muerto. Mi padre en su padecimiento doloroso recibiendo
la muerte preguntaba por su hijo mayor, al que no veía desde hacía cinco años.
Agonizó y en su último suspiro pronunció el nombre inolvidable de Lizardo. Mi
madre también murió en mis brazos y en su doloroso delirio vio la imagen de su
hijo haciendo señas con una sonrisa y una blanca mano que la convidaba. Su
mueca de dolor se trasformó en una leve sonrisa y así dejó ir su alma adolorida
por la desaparición de su hijo al que nunca más volvió a ver, pero al que todos
los días recordaba. He quedado solo, esperando saber un día qué sucedió con mi
hermano.
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