Santiago Villarreal Cuéllar
Al finalizar el año de 1988, realicé una
incursión por el río Apaporis cuyas cristalinas aguas se torna en algunos
lugares color turquesa, en otro lapislázuli, y en zonas despejadas de un verde
indescriptible. Al amanecer de un domingo nos levantamos temprano del
improvisado campamento y emprendimos caminata por la ribera, mientras nuestro
calzado se hundía sobre la fina arena. Habíamos avanzado menos de un kilómetro,
cuando empezamos a observar el rastro de una pisada sobre la arena. El rastro parecía
de un pie bastante grande, de una longitud aproximada de 60 centímetros y sus
dedos sobresalían otros 20, aproximadamente. Lo curioso de la misteriosa huella
era que solo correspondía a un solo pie, en este caso el izquierdo; pero
también nos sorprendió el tamaño del mismo. El rastro nos acompañó un trayecto
de más de un kilómetro y luego se perdió en la espesa manigua. Uno de los
excursionistas, de nacionalidad noruega, sugirió internarnos en la maleza y seguir
el curso del rastro, que se distinguía sobre el terreno colorado y gredoso. Sin
embargo, el baquiano que guiaba la expedición, quien había permanecido en
silencio todo el trayecto, manifestó que él no iría tras ese rastro por ningún
motivo, ni por precio alguno. Ante el interrogante de nosotros, éramos seis en
total, contestó que ese era el rastro dejado por un espíritu peligroso llamado
comúnmente la Patasola. Agregó que quien seguía el rastro, sería devorado por
el espíritu, que se personificaba en una mujer horrible. Un frío recorrió
nuestros cuerpos sudorosos, no obstante ser medio día y con una temperatura de
32 grados.
Siempre pensé que la leyenda o el mito de la
Patasola, era solo eso, un mito. Pero al tener evidencias de ese extraño rastro
sobre la arena de un río tan alejado de lugares poblados de ese bello
Departamento del Caquetá, en las selvas amazónicas, hoy creo todavía que la
Patasola puede ser una realidad. Aunque como dice Voltaire, hasta de las cosas
más ciertas debemos dudar.
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