Santiago Villarreal Cuéllar
La cacareada
seguridad democrática del gobierno de Uribe no influyó para nada en la
seguridad de las ciudades. Por el contrario, debido a la desmovilización de
bandas para-militares, muchos de sus miembros continuaron delinquiendo en
centros urbanos, y para disfrazar su modus operandi, el gobierno generosamente las
llama bacrin. A ello se suma el crecimiento de una delincuencia que es
consecuencia del crecimiento sin planificación de pueblos y ciudades, trayendo
consigo sectores marginados, sin oportunidades, sin educación, sin servicios básicos,
cuya única forma para sobrevivir es el rebusque (economía informal) o el robo.
Este problema es típico de nuestras naciones subdesarrolladas, saqueadas por
las transnacionales y gobernadas por una élite cuyo único fin es mantener sus
privilegios económicos, negando cualquier forma de equidad. No podemos dejar de
lado esos hampones enquistados dentro del sistema político, que desde las más
encumbradas ramas del poder, hasta las más bajas, roban el erario público
mediante contratos sobre-facturados, o se aprovechan de su condición
privilegiada en el poder para favorecer a familiares y amigos. Estos
delincuentes, en su mayoría nunca afrontan un juicio porque sus acciones pasan
a veces inadvertidas, o simplemente la mayoría de la gente se hace la de la
vista gorda viéndolos robar. Si logran descubrirlos, el aparato judicial,
muchas veces permeado por la corrupción, no “encuentra” pruebas y son
declarados inocentes. Los otros hampones (los pobres), no corren con la misma
suerte y a diario son aprehendidos, llevados a estaciones policiales, donde
muchas veces son maltratados y debido a la cuantía de los robos, la justicia
también los deja libres. Quienes son encarcelados porque el juez logra probar
su culpabilidad, engrosan las prisiones donde no cabe un alfiler debido al
hacinamiento, y allí, donde no existen verdaderas políticas de resocialización,
aprenden técnicas más eficaces para seguir delinquiendo sin ser atrapados.
Es fácil
echar la culpa a gobernadores, alcaldes, policía, justicia y todo lo que
localmente se supone contribuye para que la delincuencia común siga impune, y
lo que es peor, aumente. Los politiqueros locales gritan: la culpa es del
alcalde; la Policía es cómplice; los jueces no hacen nada. Los alcaldes piden
al alto gobierno, aumentar el pie de fuerza de la Policía; y llegan 10, 20, y
más unidades, y todo sigue igual o peor. De qué han servido los CAI, los
cuadrantes; quizá mitiguen un poco la delincuencia, pero no se acaba. Mientras los
problemas de un país sean estructurales, toda medida localista no es más que
una venda con agua tibia para una mejora temporal, pero el tumor continuará en
aumento.
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