Santiago Villarreal Cuéllar
En nuestra cultura latina la virginidad de la mujer, no solo era una
exigencia para llegar al matrimonio, sino que era signo de pureza, virtud y
honradez. El hombre esperaba, que la mujer con la cual conviviría el resto de
su vida debería ser virgen, casta, pura. No llegar virgen hasta el altar, era
sinónimo de pecado, de ser una cualquiera y no merecía el respeto de su marido.
Muchos matrimonios fraguaban al otro día de la boda, o el esposo ofendido en su
honor, reprochaba el resto de la vida matrimonial esta falta pecaminosa.
El concepto de virginidad es un aspecto cultural y obedece al influjo de
las religiones monoteístas. Para los judíos la virginidad de la mujer era prueba
de máxima lealtad y respeto hacia el varón; para la religión islámica y sus
sectas, la mujer virgen significa una flor sin abrir, y lo contrario es
calificado de pecaminoso. En algunas culturas musulmanas la falta del himen en
la mujer se castiga, apedreándola; en la religión cristiana, tanto Católica,
como la derivación de sectas protestantes, la virginidad tiene su origen en la
madre de Jesús, quien según los evangelios concibió siendo virgen. Este pequeño
tejido de piel ubicado entre la vagina y el útero de las mujeres, ha
constituido todo un mito dentro de la sexualidad de nuestras culturas. De allí
se deriva el machismo de estas sociedades que han considerado la mujer como un
instrumento de placer, antes que ser la compañera y complemento del hombre.
A los hombres en cambio nunca se ha exigido que lleguen vírgenes al altar. Por
el contrario, los jóvenes que a la edad de 18 años sean vírgenes, son
calificados de pendejos o afeminados. Claro que en estos tiempos modernos la
ceremonia del matrimonio ha caído en desuso. Hoy, poca relevancia se da a la
virginidad de las mujeres y desde muy niñas la pierden con su primer novio. Todavía
existen ilusos que exigen a las mujeres conservar ese pedacito de piel.
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