Santiago Villarreal Cuéllar
Un viernes
23 de agosto de 1991, fue obligado a abordar un vehículo por secuaces a sueldo,
quienes dispararon al aire para intimidarlo; sucedió en la Vereda Charco del
Oso, sobre la carretera que de Pitalito conduce a Timaná; desde esa fatídica
fecha, tristemente nunca más se ha sabido de esa persona, no obstante buscarla
incesantemente. Fue una víctima más de ese horripilante delito de desaparición
forzada, tipificado como crimen de lesa humanidad por el derecho internacional.
Lo horrible
de esta pesadilla es que uno ve a esa persona llegar, escucha sus pasos, siente
su aliento, sueña con ella, viéndola, conversando; es algo tortuoso, es como si
parte de la vida estuviera lejos, pero al mismo tiempo cerca; es la tristeza,
la desesperanza, la incertidumbre, la intriga; esa imagen está presente en todo
momento y lugar, y sin embargo, no está en ninguna parte. ¿Muerta la persona?
Quizá, es posible. ¿Pero y el cadáver? Dónde está para sepultarlo, para hacer
el duelo, para llorarlo, para visitar su tumba y guardar su memoria. No, aquí
no hay lugar para toda esa solemnidad de los muertos; aquí solo existe la
incertidumbre, pero también una vana esperanza de volver a verla con vida;
quizá más vieja, más flaca, o gorda, calva, o con sus cabellos largos y
barbuda, pero viva. Pero luego, regresa la desesperanza, la duda y el espectro
de la muerte vuelve a nuestro pensamiento. ¿Y dónde estará? ¿Qué hicieron con
su cadáver? ¿Dónde lo sepultaron? ¿Lo arrojaron a un rió, lo quemaron? ¿Y sus
cenizas? ¿Por qué no entregaron sus restos? ¿Por qué hay seres humanos tan
crueles, tan perversos? ¿De dónde les nació la macabra idea de desaparecer esa
persona? Son tantas las preguntas y pocas las respuestas.
Hace dos
años me sorprendió ver la foto de mi hermano José Lizardo (la victima de quien
estoy hablando), sobre el altar de una señora muy religiosa, quien manifestó:
“Yo adoro a su hermano, es milagroso, es el Hermano Lizardo, Mártir de los
Desaparecidos.”
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