Santiago Villarreal Cuéllar
El premio
Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa, manifestó en una entrevista para una
revista, que sintió terror cuando vio en un restaurante de New York, una pareja
de jóvenes (hombre y mujer, valga la aclaración), sentados tomando manteles,
pero cada uno con su móvil chateando; el escritor peruano dijo que esa forma de
comunicación le produjo pánico, pues ni juntos dos seres humanos interactúan
porque el celular absorbe ese momento. El novelista y escritor Humberto Eco,
también escribió hace unas semanas en una de sus admirables columnas, que
caminando por una calle se topó con una mujer que venía de frente, con su
mirada clavada en su móvil, chateando; hábilmente el escritor se volvió intencionalmente
de espalda para que la mujer se diera contra él, y quizá así escarmentara; dijo
que la dama apenada pidió disculpas, pero continuó su camino con sus ojos
hechizados en su celular. También el señor Obispo de Neiva, Froilán Casas,
escribió hace un tiempo una magnífica columna en este diario, sobre la
necesidad de prohibir el uso del Blak Berry, y otros aparatos que distraen la
personalidad, ante todo por parte de funcionarios públicos pues según el
prelado, muchas veces dejan de atender al público por mirar el objeto que
hechiza su vida. Dicha afirmación es completamente cierta.
La aparición
de la tecnología celular trajo consigo la modernización de las
telecomunicaciones; aceleró la comunicación entre humanos de forma prodigiosa;
es digno de celebrar; nunca antes el mundo ha estado tan cerca; imagínese usted
comunicándose de las Filipinas, Miami, Moscú, o cualquier otro lugar del globo
con nuestro país en solo fracciones de segundo; tenemos el mundo en nuestras manos.
Pero también trajo consigo un nuevo hechizo. La mayoría de personas, incapaces
muchas veces de expresar sus sentimientos personalmente, recurren al aparato
para hacerlo; pero cuando se encuentran frente a frente con esa persona,
enmudecen, no saben qué decir; solo pueden hacerlo por el aparato; el móvil
convertido en hechizo. En las reuniones
sociales, políticas y de trabajo, muchos asistentes ignoran lo que habla
el conferencista porque están ocupados chateando con su celular. No solo es un
acto de mala educación, sino que indica falta de interés por el acto al que
asisten. Muchos miembros de la policía, y el ejército, también permanecen
hipnotizados con el aparato, mientras descuidan su deber constitucional. Cuando
tratamos de insinuar sobre la necesidad de dejar a un lado ese aparato mientras
estamos realizando alguna labor, nos califican de “amargados.” Tengo la
percepción que el celular posee un espíritu cibernético capaz de hechizar a
millones de seres humanos; necesitamos un conjuro.
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