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8/22/2017

Prohibido olvidar


Santiago Villarreal Cuéllar

Cuando sentí el golpe en mi cabeza, un ardor invadió todo mi cráneo. Sentí rabia, y ese sentimiento emocional, tan innato en los seres humanos, se desbordó en llanto. Pero luego me invadió el miedo cuando palpé mis cabellos que sangraban. La sangre siempre me horroriza desde niño. La de los animales me inspira terror, compasión y siento una extraña sensación de ver en ese líquido color púrpura derramado la misma vida escapándose lentamente. Pero la de los humanos me ocasiona un terror mezclado con pánico originando en mi una rara sensación de muerte. 

Una piedra arrojada por mi hermano mayor (el único hermano, tampoco tuve hermanas) impactó en mi cabeza, ocasionando una leve herida. Sin embargo, para mí fue un volcán que estalló en mi cabeza. Mi madre acudió en mi ayuda y castigo a mi pobre hermano. Entonces sentí más dolor. Ese otro dolor causado al ver un ser querido maltratado, humillado, y por mi culpa. 

Y todo sucedió porque jugábamos al tejo, el juego de nuestros ancestros. Desde niño mi hermano fue muy creativo, inteligente y de una imaginación increíble. Elaboraba de forma artesanal todo lo que veía, y creaba cosas que uno nunca había visto. 

Construyó canchas de tejo con material de guadua y los tejos eran piedras redondeadas por los caprichos del río. Pero desde aquél accidentado día nunca más volvimos a jugar al tejo. Mi madre nos prohibió rotundamente volver a pensar siquiera en ese juego ancestral. Todavía siento temor cuando observo caer un tejo sobre la cancha. Nunca he sentido miedo oír el ruido de un disparo de armas de fuego, pero me produce pánico el sonido de una mecha. Esa pedrada en mi cabeza me produjo una fobia al tejo.  

Nunca he podido borrar de mis recuerdos todos esos momentos inmensamente felices que pasamos con mi único hermano durante nuestra infancia. Una infancia alegre, maravillosa, de campo, jugando con elementos que hoy ya no se ven. Carros de guadua, columpios improvisados, escopetas hechizas de madera, caucheras (estas las prohibió mi madre), pero las usábamos a escondidas. Guitarras improvisadas que elaboraba mi hermano con maderas de balso. Pescábamos pequeñas sardinas en la quebrada de la finca y las guardábamos en tarros metálicos donde venía la avena. En más de una oportunidad dejábamos esos tarros varios días, olvidando su contenido y el olor putrefacto nos obligaba a destapar los mismos y se nos revolvía el hígado.   

Fue una niñez maravillosa y una juventud compartida con mi hermano, quien siempre fue mi protector y guía en muchos aspectos de la vida. De esos hermanos mayores que no ejercen autoridad, sino que orientan con afecto, con amor paternal. 

Ya mayores, nos convertimos en protectores de nuestros padres, y en los últimos años de mi madre pues nuestro padre se separó de ella y nosotros nos dedicamos a cuidar a esa mamá maravillosa. 

Trazamos muchos planes para nuestras vidas, algunos de ellos se cumplieron, otros tuvimos que modificar, y algunos abandonar. Pero el destino a veces es caprichoso, traicionero y no avisa cuando la fatalidad ronda las vidas de los seres humanos. 

Otras veces esos destinos de muchas vidas son modificados por personas que se encargan de cambiar el rumbo de la historia. En algunas oportunidades lo hacen para el bien de las personas, pero en ocasiones esas raras actuaciones humanas, llenas de odio, tergiversan el destino para causar el mal y cortar de cuajo ese destino ocasionando gran dolor. 

Un viernes 23 de agosto de 1991, ese fatal destino, manipulado por seres perversos, ocasionó la desaparición forzada de mi hermano José Lizardo Villarreal Cuéllar. A partir de ese fatídico día, sentí esa pedrada que perforó mi cabeza mientras que jugábamos con mi hermano en nuestra infancia. Solo que en esta oportunidad el dolor aún permanece.... 

Imposible olvidar. Más aún, prohibido olvidar.                       

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