Santiago Villarreal Cuéllar
En mi niñez comprábamos
el arroz, la sal, el azúcar y la harina
empacados en chuspas de papel. Recuerdo esas viejas estanterías de madera oliendo
a cucaracha, repletas de libras de los alimentos empacados en chuspas. A veces
uno pedía una libra de azúcar y le vendían sal. Al llegar a casa recibía un
fuerte regaño de mi madre porque ella aseguraba que era yo, y no la ventera quien
se había equivocado. Recuerdo ver el reguero de azúcar o arroz cuando la chuspa
se humedecía camino a casa y se rompía. A uno le parecía que el mundo se rasgaba
porque el regaño era aterrador. A principios de la década de los setenta,
irrumpió el arroz en caja de cartón proveniente de los Estados Unidos. Pronto
la empresa Flor Huila, imitó ese empaque bellamente decorado.
A comienzos de los
ochenta nos empezó a invadir el plástico. El arroz, la sal, azúcar y muchos más
productos alimenticios, comenzaron a ser empacados en bolsas de ese material.
Venezuela era el principal proveedor para Colombia y otros países suramericanos,
de materiales plásticos. En menos que se rasca una gata, todo se volvió
plástico. Los tarros, las botellas, los bellos frascos en que venían las
golosinas, los útiles escolares, las mesas, sillas, platos, pocillos y en
Europa hasta la bicicleta llegó a ser de plástico. Este material, mucho más
barato, desplazó el vidrio, el papel, la madera, el bejuco y hasta el fíque con
el que se elaboraba de forma artesanal, lazos y costales. El noble rejo de cuero de
res fue reemplazado por la soga de fibra de plástico.
Hace unos diez años,
se comenzó descubrir el terrible daño ambiental ocasionado por este material.
Bolsas que no se descomponen sino en cientos de años, botellas y tarros encontrados
en las barrigas de tortugas y tiburones, y en algunos países asiáticos, ríos
inundados de materiales plásticos. A buena hora comienza a retornar la chuspa
de papel.
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