Santiago
Villarreal Cuéllar
Hace
25 años visité la ciudad de Puerto Asís, en el bajo Putumayo,
donde laboré por algunos meses. En cierta oportunidad sufrí un
pequeño accidente que me causó una herida en un pie. La camarera
del hotel me aconsejó untarme manteca de humano para que sanara
rápido y no dejara cicatriz. No sabía qué carajos era esa tal
manteca y la señora me explicó que en esa ciudad vendían el aceite
extraído de los difuntos. Ella me ofreció una botella que contenía
la milagrosa manteca. No la usé, pero decidí investigar,
encontrando la persona que extraía el producto. Se trataba de una
enfermera que laboraba en el hospital local. Al visitar su casa
evidencié el negocio: estantes repletos de botellas que contenían
el producto.
El
aceite de difunto es de color amarillo brillante, parecido al de las
gallinas criadas en los campos, y algo similar al aceite de canola.
Posee un olor muy particular: una mescla suave de sudor de axila, y
un ligero aroma a manteca de cerdo después de freída. La señora me
enseñó el laboratorio artesanal y la forma como extraía dicho
aceite.
En
aquellos años, en Puerto Asís asesinaban un promedio de dos
personas al día (99% de sexo masculino) y la condición privilegiada
de la enfermera trabajar en dicho hospital, que servía de morgue,
hacía que facilitara su labor; recolectaba trozos de grasa de las
barrigas de los difuntos asesinados, a quienes les realizaban la
autopsia; luego colocaba las lonjas en una percha para ahumarlos;
después de tres días las freía en una paila de cobre, dejando
enfriar el aceite, y con sumo cuidado lo empacaba en botellas,
quedando listo para su comercialización. Valía cinco mil pesos el
litro, que debía mantenerse a una temperatura no inferior a 23
grados centígrados para evitar su coagulación. Las virtudes van
desde la cicatrización rápida de heridas, hasta masajear el rostro
para evitar las arrugas, y a los recién nacidos se masajea en las
coyunturas para evitar el mal de ojo.
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