Santiago
Villarreal Cuéllar
Los medios mediáticos de comunicación no registran
la ola de suicidios que diariamente ocurren en Europa, específicamente en
países donde la crisis económica tocó
fondo, como Grecia, Italia, España y Portugal. A diario, decenas de personas
optan por el suicidio. Las edades oscilan entre los cuarenta y los ochenta
años, la mayoría desempleados y el resto jubilados. Curiosamente la juventud,
quienes observan un futuro incierto, no se suicidan y deciden seguir esperando
mientras la mayoría se aglutina en el movimiento Juventud Sin Futuro, fundado
hace dos años y diseminado por toda Europa. El europeo es un individuo que
aprendió desde su tierna infancia el sentido del trabajo. Para ellos, el
trabajo no solo es un derecho del que debe gozar todo ciudadano mayor de edad,
sino que constituye un deber fundamental. Por esta razón, cuando un ciudadano
de estas naciones pierde su empleo, siente que el mundo se le viene encima. Si
pasan tres días y no logra emplearse, esta persona entra en una profunda
depresión, se siente impotente y culpa al Estado de su desgracia. Al golpear
puertas y no encontrar una solución a su difícil situación, escoge la opción
del suicidio. Contrario a los suicidas colombianos, quienes intentan matarse
con venenos poco tóxicos, que solo dejan secuelas de por vida en vías
respiratorias y digestivas, la mayoría de los europeos se lanzan desde puentes,
lo bastante altos como para no quedar vivos. O lo hacen desde el piso más
elevado de un edifico céntrico de su ciudad, para que las autoridades estatales
vean lo que es capaz de hacer una persona abandonada por el Estado. Otro gran
porcentaje de suicidas se ahorcan, y otros se arrojan a trenes que andan a gran
velocidad. A finales del año pasado, un ciudadano griego se quemó vivo frente
al parlamento de la ciudad de Atenas, en protesta por la aprobación del
paquetazo que mermó las pensiones, elevó los impuestos y recortó el número de
trabajadores estatales.
Porque justo es decirlo, toda esa crisis
económica por la que atraviesa Europa y muchos países latinoamericanos, se la
debemos a la aplicación de las nefastas políticas económicas neo-liberales. A
principios de la década de los ochenta, la nueva ola, diseñada en la facultad
de economía de la Universidad de Chicago por el economista Milton Friedman, en
los sesenta, comenzó su lento pero trágico experimento, el cual dio al traste
con las economías proteccionistas y estatistas tomadas de los modelos de
Keynes, Marx y Hegel. En este estado de postración, al ciudadano de a pie le
quedan dos opciones: aguantar hambre o morirse.
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