Santiago Villarreal Cuéllar
Cuando el
presidente Belisario Betancur presentó el proyecto legislativo en 1984 para
aprobar la elección popular de alcaldes, los estudiantes de la época
realizábamos marchas, mítines y acompañábamos las sesiones del congreso donde
se debatía dicha iniciativa. Creíamos que estábamos poniéndonos a tono con una
verdadera democracia, frente a una constitución de 1986, obsoleta, y
retrograda.
Leíamos con
preocupación los editoriales de El Espectador, escritos por don Guillermo Cano,
quien se oponía rotundamente a esa trascendental reforma, argumentando que
Colombia no estaba preparada para dar ese paso, y que la corrupción
contaminaría con su vileza el oxígeno de las nuevas formas de expresión
democrática.
Veníamos de un régimen invadido por los más bochornosos
escándalos de corrupción, jamás vistos. El gobierno del liberal Julio Cesar Turbay Ayala, (1978-1982) permitió
al Grupo Grancolombiano, bajo la presidencia de Jaime Michelsen Uribe, robar
los ahorros a cientos de miles de compatriotas mediante fraudulentas
operaciones en el Banco Nacional. Don Guillermo Cano, desde sus editoriales
criticó enérgicamente semejante canallada de parte del banquero especulador y
ladrón, bajo la mirada cómplice de un gobierno corrupto. Pero además, los
editoriales de don Guillermo también criticaban la sistemática violación de los
derechos humanos llevada a cabo por las fuerzas del orden, por mandato directo
del presidente Turbay. Los allanamientos sin orden judicial, las detenciones
arbitrarias, la tortura, los asesinatos sumarios, las desapariciones forzadas,
fueron el pan de cada día en ese nefasto gobierno, solo superado dos décadas
después por el gobierno de Álvaro Uribe Vélez.
Cuando se estrenó
la elección popular de alcaldes en Colombia (1988), más del 40% de esos
mandatarios fueron a parar a la cárcel porque se vieron involucrados en
escándalos de corrupción. La mayoría porque “no supieron robar.” En los
siguientes años esa corrupción se ha venido intensificando, pero los
mandatarios, asesorados por expertos abogados, roban dentro de la “legalidad,”
y muy pocos van a parar a la cárcel. A esto se añade la corrupción de
contralores, procuradores, fiscales y jueces de la república, que reciben
jugosas sumas de dinero a cambio de dilatar, archivar o declarar inocentes los
corruptos. Gran parte de nuestra sociedad también es cómplice de esta
podredumbre porque ha llegado a aceptar que los mandatarios, locales,
regionales y nacionales, lo mismo que ediles, concejales, diputados y
parlamentarios, se enriquezcan con dinero del erario. Estamos tocando fondo y
es aquí cuando los principios enarbolados por don Guillermo Cano, son más
vigentes que nunca.
Cuánta razón tenía
este mártir periodista al señalar hace tres décadas que los colombianos no
estábamos preparados para elegir alcaldes y gobernadores. No solo no estábamos
preparados, sino que terminamos siendo cómplices de estos corruptos que
invierten descomunales sumas de dinero financiando sus campañas, a sabiendas
que ese dinero será recuperado mediante el robo al erario. Terminamos eligiéndolos
porque regalan un tamal, pagan un jornal el día de elecciones, cancelan
facturas de servicios públicos durante las campañas, o se comprometen con un
empleo que en la mayoría de las veces no cumplen.
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