Santiago Villarreal Cuéllar
La capital belga con sus hermosos palacios, herencia de épocas majestuosas; bellas iglesias católicas de arte gótico; plaza impecable donde pasea la gente desprevenida; nuevos edificios que albergan centros financieros, la poderosa oficina de la Unión Europea; recién entrada la primavera todavía los árboles y plantas de los espaciosos parques no vislumbran florescencia; apenas asoman los verdes pétalos en cuyo interior se protegen del frío las hermosas flores de ensueño.
Con esa belleza, con esa calma de todos los días, Bruselas parecía inmune ante cualquier doloroso ataque de enemigos invisibles que asechan para inmolarse y destruir más vidas humanas. En la fría mañana del martes 22 de marzo, se escucharon las terribles detonaciones en el aeropuerto internacional de esta ciudad cosmopolita de Europa, que desde la segunda guerra mundial no vivía días de horror.
Después, todo fue desolación; polvo esfumándose y confundiéndose con la fría bruma; vidrios destrozados y esparcidos en mil pedazos; olor a destrucción; sangre regada pos el piso y salpicando muros rústicos; gritos de dolor y de horror; gente corriendo de un lado para otro sin saber para donde coger; sonido originado por las bocinas de ambulancias y carros policiales; cuerpos humanos esparcidos por el suelo, unos muertos, otros en el paroxismo de la muerte. En un momento se esfumó la vida de muchos y se destrozó el cuerpo de otros.
Toda vida humana es maravillosamente valiosa; toda muerte violenta de un ser humano conmueve, genera dolor, inspira miedo. Lo de Bruselas es horrorosamente un atentado contra la maravilla de la Vida. Condenable desde cualquier angulo; detestable desde cualquier ideología política y religiosa; los humanos seguimos siendo frágiles e impotentes ante los violentos.
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