Santiago Villarreal Cuéllar
Una pequeña luz, como de un lejano faro,
comienza a vislumbrarse en el horizonte; son los rayos luminosos de la
civilización. Un monstruo con sus fauces ensangrentadas, destila veneno y azota
con su cola en los paroxismos de la muerte; es la barbarie que comienza su
triste ocaso. Colombia vivió una barbarie, digna del canibalismo macabro,
cruel, despreciable. A partir de la década de los años treinta del siglo
pasado, comienza una violencia política en zonas rurales; la gente más ingenua
se mata unos con otros en aras de defender dos banderas (liberales y
conservadores), mientras la clase privilegiada se repartía la jugosa torta de
pastel del poder; también defiende sus empresas, propias y extranjeras. El
pueblo raso no posee empresas, solo lucha diariamente para sobrevivir y no
morir de hambre. En 1948 es asesinado Jorge Eliecer Gaitán, el hombre que
encarnaba la esperanza de ese pueblo despojado de privilegios; el hombre que
prometía cambiar las estructuras de un estado cruel, utilizado por los
privilegiados para defender sus intereses y engordar sus faltriqueras. La guerra
recrudeció; el gobierno de Mariano Ospina puso los recursos estatales a favor
de sus intereses, creando grupos para-militares (‘chulavitas’ y ‘pájaros’) para
combatir al enemigo, es decir al pueblo indefenso. Laureano Gómez continuó la
obra de su antecesor con más crueldad y sevicia. Surgieron grupos de
auto-defensa para no dejarse matar; Guadalupe Salcedo y Pedro Antonio Marín,
alias ‘Tirofijo,’ son ejemplos de supervivencia y valor. El primero cayó
víctima de su creencia en el estado; fue amnistiado por el gobierno de Rojas
Pinilla y a las pocas semanas lo asesinaron. El segundo, más incrédulo y dudoso
prefirió continuar en las montañas, fortaleciéndose y creando un poderoso
ejército de resistencia, que con el tiempo se volvió ofensivo y peligroso para
el establecimiento. Empezó la barbarie con toda su bajeza y crueldad.
Durante el gobierno de Belisario Betancur
1982-1986, comenzó un proceso de diálogo y negociación con todos los grupos
guerrilleros. Sin embargo, se truncó con la toma del palacio de justicia en
1985; la barbarie siguió su curso; tocó fondo en la misma década con la
aparición de los para-militares, azuzados por el estado, narcotraficantes,
ganaderos y muchos empresarios. Los sucesivos intentos de diálogo no lograron
ningún éxito para alcanzar una paz relativa. Durante estos tres años de
negociación entre el gobierno y las farc, los avances constituyen un hecho
histórico que nos permite vislumbrar un final feliz. La civilización está
cerca; no debemos permitir un retroceso; sería fatal y peligroso para las
futuras generaciones colombianas que merecen vivir sin guerra, civilizadamente,
en paz.
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