Santiago Villarreal Cuéllar
La fría tarde anunciaba la llegada de una tormenta en la zona montañosa de
la cordillera. Yo tenía once años y había llegado a esa finca un fin de año a
pasar vacaciones. El dueño del fundo era un pariente cercano y todas las noches
nos reunía para rezar el rosario. Decía que por aquellos lugares se paseaban en
la noche, la Patasola, volaba la Candileja y de vez en cuando la mula del
diablo ascendía por el camino que llegaba hasta la parte más alta de la
montaña; allá donde el aroma de los cedros expelía un perfume olor acre y los
robles producían un sonido melodioso cuando sus hojas eran golpeadas por los
helados huracanes. Después de rezar, el pariente gustaba contar historias de
espantos y cualquier ruido de la noche era asimilado con el paso de un
espíritu, o el posible juego de duendes.
Aquella tarde arrimó a la casona una señora de edad avanzada, quien residía
muy cerca de allí; la señora solicitó prestada, una cucharadas de sal para cocinar
su cena; la esposa del pariente suministró un poco del mineral y tan pronto la
señora se marchó, mi pariente tomó el recipiente donde guardaban la sal y nos
convidó al río cercano, donde caminando de espaldas lo arrojó a las oscuras
aguas. Luego nos sugirió caminar sin mirar atrás, hasta ganar de nuevo la casa.
Tan pronto llegamos a la morada, el cielo destapó sus grifos y la tormenta,
acompañada de centelleantes rayos que iluminaban la oscuridad que se acercaba,
desató una tempestad que nos hizo refugiar en la cocina donde empezamos a
rezar. La vecina que pidió en préstamo la sal, es una bruja, afirmó sin
vacilación mi pariente. Ese es el principal indicio para descubrir si una mujer
es bruja. Gustan de tomar sal prestada, tijeras, agujas o alfileres. Para
confirmar plenamente la sospecha, se precisa arrojar un calzoncillo al revés,
en un lugar cercano y ella lo tomará y comenzará a olerlo.
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